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ISBN 978-956-420-373-7

Interrumpir el monólogo masculino
Con las amigas

Autor:Neira Muñoz, Ángela Paulina
Colaborador:Neira Muñoz, Ángela Paulina (Editor Literario)
Editorial:Neira Muñoz, Angela Paulina
Materia:Mujeres
Público objetivo:General
Publicado:2025-03-31
Número de edición:1
Número de páginas:100
Tamaño:13x21cm.
Precio:$15.000
Encuadernación:Tapa blanda o rústica
Soporte:Impreso
Idioma:Español

Reseña

El aborto sigue en espera: por más que su discusión pública ha informado y sensibilizado a mucha gente e incluso ablandado la tenaz oposición de no pocos políticos, y por más que en 2017 la ley chilena despenalizó el aborto, sólo lo hizo para tres circunstancias específicas y extremas: la inviabilidad del feto, la violación de la embarazada, su riesgo de muerte. Con ese compás se trazó el perímetro legal del procedimiento, y aunque es urgente la legitimación y la legalización del aborto en todos los casos, su implementación gratuita y segura, lo aceptamos, las feministas, como un paso adelante dentro de un territorio disputado que nos proponemos ampliar.
Ya lo sabemos: no sólo nos toca resguardar y extender el área de acción abortista sino, además, y acaso, sobre todo, evitar los retrocesos que estamos viendo en países como Estados Unidos, donde la Corte Suprema aprobó la revocación de la ley Roe de 1973 que otorgaba protección constitucional al derecho del aborto y donde muchos estados lo han ilegalizado. Es así, en todo avance acecha la política del retroceso y no sólo en ese influyente país.
En Chile cunde la resistencia a la implementación de la ley 21.030: en cuanto nuestro Congreso Nacional aprobó la interrupción del embarazo en tres causales, el personal médico exigió resguardar sus derechos profesionales por encima de los derechos legales de las embarazadas: se negaron a realizar esos abortos, tanto en los pabellones de clínicas privadas como en los hospitales públicos financiados por el Estado, utilizando la “objeción de conciencia” para dejar la ley sin efecto.
El debate alrededor de la negativa a obedecer la prescripción legal por motivos “éticos” y religiosos ha sido arduo en nuestro país, y la 21.030, que por ser ley debiera aplicarse siempre en las causales señaladas, ha estado sometida no sólo a la objeción médica sino a la velada pero efectiva oposición de diversos ministros de salud, quienes han dictado normativas sobre la objeción que permiten a los obstetras de turno hacer lo que ellos quieran en vez de lo que las embarazadas en riesgo requieren y exigen . O, más bien, cuando logran exigir algo, cuando están enteradas de que pueden exigir, porque como denuncia Pamela Eguiguren, subdirectora de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile, ha habido una “evidente falta de difusión de la ley, de los derechos que garantiza y de la forma de acceder, con la consecuente falta de información y limitaciones de acceso de las mujeres”.
Así, la puesta en práctica de nuestra acotada ley dificulta, cuando no posterga, un derecho que no puede esperar: el aborto es siempre una medida urgente, un último recurso cuando todo lo demás ha fallado como con tanta frecuencia falla en Chile: una educación sexual integral (que tiene ley pero carece de una normativa suficiente), unos métodos contraceptivos (hormonas y dispositivos no hormonales, como el condón y el diafragma, no siempre accesibles ni disponibles), una anticoncepción de emergencia conocida como “pastilla del día después” (otro derecho garantizado por la ley pero de acceso ocasional, puesto que también tiene objetores que la juzgan como forma farmacológica del aborto ). No es sorprendente, dadas las circunstancias, que haya tantas mujeres que recurren al aborto. Pero tanto interrupción de un embarazo riesgoso como la interrupción de un embarazo no deseado, se mantienen en compás de espera. Y es una espera gravosa porque los días pasan veloces ante los impedimentos y las semanas pasan y pasan por más que no deban superar las doce.

II.
Retrocedo un par de siglos o tres para recordarnos que la ley y la medicina no siempre controlaron la decisión reproductiva de las mujeres –ese control es un hecho reciente en el largo recorrido de nuestra especie. El hombre prehistórico demoró milenios en entender cómo era que una mujer quedaba embarazada o, más bien, en entender que el coito era un acto potencialmente procreativo. Y demoró en descubrir que el semen contenía espermios que no eran homúnculos diminutos (como algunos modernos especulaban) sino células que, para dar curso a la concepción, debían unirse al óvulo (otra célula que tampoco era homúnculo).
Y si hablo del hombre o de los hombres es porque estos no sabían nada sobre el cuerpo femenino, mucho menos sobre cómo funcionaba el cuerpo materno. Hasta bien entrado el siglo xvii ese fue un territorio exclusivo de las mujeres. Está demostrado que en muchas culturas ellas asistían a las embarazadas, ya fuera para recetarles cocimientos contraceptivos o abortivos o para auxiliarlas en el parto y en el cuidado de los hijos. En todas esas culturas antiguas el conocimiento femenino era traspasado de unas a otras por el ejemplo y la oratoria, y si ese saber no quedó documentado es porque la escritura fue herramienta de los hombres.
Lo confirman hoy muchos estudiosos, sobre todo muchas estudiosas: que los hombres comprendieron sólo hace unos siglos que debían arrebatarles esos saberes y esos poderes de los que ellos carecían para poner el cuerpo y la reproducción femenina a su servicio. Se impuso la prohibición jurídica de las prácticas pro y contra reproductivas (la acusación de brujería era eso) y se castigó a quienes desobedecían (asesinándolas como a la célebre Celestina de Fernando de Rojas, e incluso quemándolas vivas en la pira durante el medioevo). De manera menos violenta, a las que sabían de mujeridad se las desplazó de sus oficios por vía de la profesionalización de la medicina y la creación de la disciplina obstétrica que requería de unos estudios vedados a las mujeres. Los médicos del siglo xviii se autodenominaron los depositarios de la “verdad” procreativa y silenciaron la voz (el conocimiento, el testimonio, el deseo) de las embarazadas auspiciados por leyes cómplices dictadas por otros hombres.
Este es el antecedente directo del largo proceso que va de la desautorización de los saberes femeninos a la pérdida del control de las embarazadas sobre sus cuerpos a la criminalización de conductas que pudieran afectar al feto. Sonará a exageración, por eso me valgo del sagaz análisis de Julia Epstein para explicarme: en su libro Altered conditions, esta experta en el siglo xviii cuenta que es en esa época que se articula la idea de controlar a la embarazada para evitar que ponga en riesgo la integridad física de su feto. ¿Cuál era el peligro, según las limitadas nociones de entonces? El peligro era la prolífica imaginación de las mujeres, que podía imprimirse en el cuerpo de los fetos, manchándolo, marcándolo, deformándolo.
La propaganda de esa preocupación patriarcal por los hijos que se vale del dañino poder reproductivo como un potencial destructivo de la humanidad continua latente en la cultura. Epstein demuestra que sigue apareciendo como justificación para controlar el cuerpo femenino. Por supuesto, no es el mismo libreto, pero sí la misma noción: el “peligro” reside hoy en el consumo materno de drogas o de alcohol o de tabaco (aun cuando la mujer no sepa que está embarazada, aun cuando su consumo continuo o esporádico no dañe al feto). Ya en 1995 ella lo estaba viendo en las zonas más conservadoras de los Estados Unidos: a las gestantes se las podía arrestar, juzgar y sentenciar por lo que consumían tanto como por portar una enfermedad venérea, por tener un accidente de tráfico o caerse de una escalera estando preñada, por sufrir una pérdida espontánea, por no asistir a los controles médicos. Y esta criminalización no ha hecho sino empeorar en ese país: en 2022, el periódico británico The Guardian reportaba que en las tres décadas que van del 1973 a 2005, unas 413 embarazadas fueron sometidas a juicio en los Estados Unidos (unas 13 mujeres cada año) mientras que en lo que va de 2006 a 2020 hubo más de 1.300 casos (redondeando, 93 por año). Es un aumento alarmante de un 700% de encarcelamientos anuales de mujeres gestantes.
No es aventurado afirmar entonces que, en la campaña patriarcal contra la “peligrosidad” de las preñadas, el peor de los daños, el más nefasto de los crímenes, vendría a ser el aborto. Pero para persuadir de que esto “es así” a la ciudadanía, una que ya no se opone como antes a la interrupción del embarazo, es necesario reclasificar la eliminación de unas cuantas células como asesinato de un ser plenamente humano con estatus de persona con derechos. Ni tontos ni perezosos, los grupos antiaborto, alegan precisamente esto: que la vida humana empieza mucho antes del nacimiento de un ser vivo (como se creía en el siglo xviii). Que la vida comienza antes de que se forme el cerebro o de que palpite el corazón. Que la vida de la persona viva surge en el momento mismo de la concepción. Es decir: esos grupos estratégicamente llamados “pro-vida” (como si el aborto fuera pro-muerte) argumentan que un conjunto de células proliferantes (células, no homúnculos ni hombres) es una vida constituida, la vida de una persona con derecho ya no solo fetales o embrionales sino humanos. Derechos civiles de los no-nacidos que hoy se erigen por sobre los derechos de las embarazadas que portan esas células.

III.
Ante la desposesión del control que las mujeres tuvieron sobre sus cuerpos, sus decisiones y devenires; ante el retroceso jurídico visto en la creciente criminalización de lo que hacen durante el embarazo; ante la subordinación de sus derechos humanos vis a vis el derecho de los no-nacidos; ante todos los embates sufridos por las mujeres, se han levantado nuestros feminismos. Pero entre ellos, la penalización del aborto y sus variados impedimentos han sido el punto angular de la lucha: en el repertorio de nuestros reveses, esta es la cuestión más radical, la más furiosamente debatida y, asimismo, la más delicada y difícil.
Contrario a lo que engañosamente sugieren los antiabortistas, no es que una mujer quiera hacerse un aborto, no es que le guste arriesgar la vida desangrándose o muriendo de una septicemia, no es que sea un divertimento dominguero someterse a este procedimiento quirúrgico, aun si fuera seguro y legal. En el imaginario de quien decide interrumpir su embarazo pesa la condena moral que hemos internalizado desde la infancia. Si lo decidimos es por desesperación: porque hemos sido violadas, porque hemos concebido contra nuestro deseo, porque somos demasiado jóvenes para maternar, porque maternar invalidaría nuestro futuro, porque no queremos hijos con esa pareja, porque ya tenemos demasiados hijos a los que no podemos sostener.
“Todas son circunstancias legítimas para abortar”, escribe la poeta e investigadora Ángela Neira, autora de las páginas que siguen. Y yo agrego que además de ser legítimas, no se condicen ni se corrigen sometiéndose a nueve meses de preñez para dar a luz a un ser que luego podría darse en adopción, como argumentan los antiaborto que luego se desentienden de la vida verdadera de los sí-nacidos. Un hijo nacido y abandonado se impone como un estigma abierto en la existencia de una madre mientras que un embarazo interrumpido se cierra con un sentimiento de enorme alivio .

IV.
Abortar de manera clandestina es una gesta angustiosa. Es por eso que tantas mujeres se hacen acompañar por amigas solidarias o por quienes les ofrecen su sorora compañía, como las activistas de la agrupación Con Las Amigas Y En La Casa de las que este libro se ocupa. Todas esas amigas, las personales y las políticas, guardarán un silencio que, paradójica pero inevitablemente, cumple con las normas del patriarcado: ocultar el aborto como si se tratara de un acto inmoral, invisibilizarlo para que no pueda difundirse ni menos normalizarse. Ángela Neira describe ese silenciamiento como parte del “monólogo” patriarcal que ordena qué debe y qué no debe hacer una mujer, qué puede o no decir, porque (y esto también lo dice ella) “el patriarcado controla el lenguaje, del mismo modo que controla los otros recursos de la sociedad”. Controla incluso quiénes tienen derecho a usar ese lenguaje, esas palabras. Es en ese sentido que con el procedimiento quirúrgico y el relato que las mujeres van elaborando en torno al aborto, abortan asimismo “el patriarcado y sus distintas colusiones” institucionales, los pactos de silencio que imponen.
Cada lectora de este libro podrá recordar instancias de silenciamiento institucional y propio en torno a este tema. Leyendo este libro atrevido y trasgresor, yo he pensado en una de aquellas colusiones: la de los medios de comunicación. He recordado que mientras yo trabajaba de periodista en Chile, allá por 1999, escribí una nota para el suplemento femenino del diario El Mercurio sobre crímenes en los que estaban involucradas mujeres. El aborto era, por supuesto, uno de esos crímenes, pero el editor de entonces me obligó a eliminarlo de mi reportaje. No se podía usar la palabra “aborto” en ese periódico. No se podía citar su eufemismo, “interrupción voluntaria del embarazo”. No había manera de informar sobre aquello, ni siquiera como delito. En la línea editorial de El Mercurio no existía el aborto (cuyas cifras anuales sobrepasaban por mucho los 30 mil al año). El editor hizo desaparecer la palabra y el hecho, mientras yo, en un acto de protesta, borraba mi firma del artículo para no hacerme cómplice del silencio.
De aquello ha pasado un cuarto de siglo. Poco a poco las mujeres hemos empezado a hablar del aborto en primera persona y en todas las personas, de manera singular y colectiva, en susurros y en los gritados lemas callejeros de la protesta, para combatir la “tergiversación patriarcal de la historia y de la memoria de tantas mujeres”. Es esto lo que hace Neira en este libro: levantar la voz por las muchas mujeres que eligieron y todavía eligen abortar y asimismo relatar los acompañamientos que, desde el año 2006, realiza la citada red de “amigas” activistas. Neira parafrasea y cuidosamente cita estas historias clandestinas para rescatarlas del silencio, para hacerlas públicas y otorgarles rango de existencia, para documentarlas y permitir que constituyan parte de nuestra memoria. Parte de su trabajo, el de Neira en estas páginas, consiste en recortar el discurso moralista y darle espacio al relato femenino del aborto que permita dinamitar el libreto patriarcal.

V.
La poeta, la investigadora, la docente, la activista Ángela Neira-Muñoz, decidió escribir sobre y con “las amigas”, escribir lo que ellas le contaron, lo que ellas no pueden decir sin exponerse a un juicio. Ya está dicho: al retomar la vieja práctica femenina de ayudar y acompañar a las embarazadas se han hecho cómplices de un acto todavía ilegal en Chile. Es Ángela Neira-Muñoz la que narra por ellas cómo se constituyeron “las amigas” en 2006 y cómo se fueron multiplicando a lo largo de la siguiente década. Este libro es la historia de lo que hoy es una red internacionalmente conocida de 13 agrupaciones que promedian una decena de mujeres (muchas de ellas profesionales) distribuidas a lo largo de Chile (desde Iquique, en el norte, hasta Coyhaique en el mismísimo sur) y disponibles siempre en diversos soportes de auxilio. Neira cuenta que todas son voluntarias que, por razones personales, que son políticas, asisten arriesgadamente a aquellas adultas, jóvenes y niñas que año a año transgreden los límites de lo legalmente posible. A fines del 2023 habían acompañado, a costa de su propio riesgo y de su propio cansancio, la notable cifra de 53.538 abortos, para asegurar que se dieran en condiciones dignas.
Neira no cae en las torpes idealizaciones de ciertos feminismos que buscan reducir y cristalizar sus ideas como si fueran únicas e inamovibles; se ocupa de explicar la evolución en el pensamiento político de las acompañantes y declara que no siempre están de acuerdo, cosa que en una agrupación sería imposible, incluso indeseable, porque cerraría el diálogo y no daría cuenta de las transformaciones que siguen ocurriendo en torno al aborto en nuestro país y en el mundo. Lo que importa, ciertamente, es que coinciden en la importancia de conformar un espacio seguro de acogida, una “casa” donde acoger y acompañar a las mujeres, donde abrir una amorosa conversación y dar seguimiento a sus procesos. Una casa que son muchas casas, no hospitales, donde dar curso a la generosa hospitalidad de las amigas.



Lina Meruane es escritora chilena, docente en la Universidad de Nueva York. Su obra de ficción incluye dos libros de cuentos y cinco novelas. Entre sus libros de no ficción se cuentan múltiples ensayos sobre la precariedad del cuerpo y sobre la cuestión palestina, así como dos libros feministas: Contra los hijos y Coloquio de las quiltras.

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