Reseña

La publicación del primer libro de poemas es, en cierto modo, una hazaña. Hay que superar barreras que, más adelante y si se sigue en el camino, pasarán un poco de lado: desnudar el alma, exponerla a los demás, “hacerse” vulnerable. Al mismo tiempo, implica ser valiente: “renunciar” a la intimidad, a los sueños y a los secretos (amores, temores, esperanzas, triunfos y derrotas). Cuando llega el segundo libro acaece una suerte de arrepentimiento, de vergüenza quizá: ¡cómo se fue capaz de tanto desborde en aquella primera obra! Y aunque con los años se siga paladeando esa sensación, de algún modo se le sobrepone la ternura, el contento, quizá y hasta una cierta confirmación. Podría hablarse de “rito de iniciación”, entonces, si no fuera un lugar tan común. Pero algo de eso hay: si con el tercer libro de poemas se alcanza cierta altura, ello fue posible sólo y nada más que gracias al segundo y, especialmente, al primero. Dicho de otro modo, el poeta (y más que nadie el “nuevo”) se va labrando con la artesanía escritural pero también –me parece– con la hazaña y valentía de la publicación. Dar a la luz la creación que surge tan desde el fondo de uno mismo es un paso gigante, con el vértigo que da el eventual vacío… Pero es sólo eventual: la poesía siempre sostiene, de algún misterioso modo.
Los poemas de María Paz Serra, conocida literariamente como Alaska Infinita, merecen leerse en esta clave, pero también en clave atemporal, descontextualizada, despejada y despojada (y, a ratos, grácilmente sardónica). Desde allí brota el agradecimiento del lector, el silencio respetuoso, la alegría de ver de nuevo (o por primera vez) lo que no se había visto bien o simplemente no se había visto de esa manera.
Braulio Fernández Biggs, académico y profesor de literatura lenguaje y literatura