Ciudad Espiritual
Con la humildad que otorga la amistad sincera te digo que no me siento lo suficientemente preparado para escribir sobre lo que tú escribes y, ante todo, cómo lo escribes. Y hablo no sólo de tu prosa, sino también, y en especial, de tu poesía, que yo conozco muy bien y que siempre me ha sorprendido. Pero estos relatos, amigo mío, además de sorprenderme, me han deslumbrado, me han intrigado me han hecho temblar, y te digo que no es por mi Parkinson.
Tienen eso que nadie sabe lo que es y es lo único que importa. Eso que algunos llaman el “elemento añadido”, otros, “el viento de la locura”, y que yo, influido por la Biblia, he llamado “el soplo de vida”. Eso que te hace levitar al leer un buen poema, que te hace llorar frente a una buena pintura, que te hace temblar frente a una escultura. Eso que te abre puertas interiores, puertas hacia lo oscuro, como me ocurrió con tus relatos.
Cuántas veces no me he quedado extrañado frente a una reproducción de El Grito de Munch”, sin saber descifrar el espanto que me produce. Y vienes tú con “El gritito de Munch” y me lo descifras y me lo muestras como si tal cosa:
“Un grito que venía desde el fondo visceral y rotundo de la tierra y se estrellaba contra el cielo rojo de Kristiania. Un aullido que me deformaba el rostro y partía el horror en dos mitades simétricas, para ser oído, al unísono, desde el hospital siquiátrico y el matadero de las reses moribundas”.
Y para lograr esta maravilla, chino cabrón, solo has necesitado un texto de media cuartilla. Ya lo sabes, amigo mío, no es por falta de tiempo (que, en tiempo, soy millonario) ni por falta de interés que no podré escribir el “breve prólogo” que me pides. Es solo que tus escritos me sobrepasan.
Hernán Rivera Letelier