Panteón criollo
Qué más es la vida sino un largo canto lleno de reveses, vueltas de carnero, hipocresías, llamados al (des)orden, y una que otra rima de desencanto. Santiago se viste de panteón griego, uno donde pululan bestias mitológicas disfrazadas de animales y dioses atrapados en cuerpos humanos, desesperados por la adoración de antaño.
Panteón Criollo, la segunda obra de Diego Guaita, nos presenta un escenario tan bello como caótico, repleto de personajes carismáticos y bastante (o terriblemente) ensimismados, cada uno de ellos empeñado en conseguir sus objetivos a como dé lugar mientras una vasta e incomprensible destrucción se cierne sobre sus ingenuas cabezas.
El criollismo baila de la mano junto a las ninfas, se cantan las cuecas con voz de sirena, donde ruegan por una colaboración hasta los que fueron más endiosados, cambiando la maravillosa ambrosía por la dulce mezcla del vino tinto y la bebida de fantasía. Es un gran canto a la vida moderna, es un grito de ayuda frente a la muerte, podría ser también una alerta, y para algunos simplemente un rato de entretención.
Es en el Panteón de los Andes donde viven nuestras míticas criaturas, los fieles habitantes de la cuenca, de esta depresión que tan celosamente nos protege, nos estruja y nos sofoca. Sean bienvenidos al panteón donde los dioses zapatean y sus fieles brindan en medio de una fiesta que ojalá nunca acabe, pero cuya oscuridad se vuelve inminente y peligrosa