Sangre, satén y organza
A medida que avanzamos en las historias contenidas en Sangre satén y
organza, asistimos a una elección dentro de un instituto que toma rumbos impensados; escuchamos cual jueces los descargos de un enamorado que cree haber metido la pata; aplaudimos la zigzagueante epopeya de un arquero argentino tan bromista como bueno para el corderito a la llama; observamos las divagaciones extravagantes de un estudiante de derecho que no para de perder el tiempo; o un viejo reaccionario de pueblo llano que masculla su desventura.
Son fragmentos de vida donde la tierra, a veces, se desmadra entre
temblores, trifulcas de niños, sexo asimétrico, sábanas tristes, infancia
relampagueante, parientes que marcaron impresiones indelebles, afectos que se resisten a desaparecer. Hay quien crece mirando el transcurrir de la ciudad desde una ventanilla, esa misma ciudad que esculpe, que carcome, que invisibiliza; otros oyendo voces de la conciencia como estertores de vidas sin gloria ni reconocimiento. Las atmósferas tienen neblinas de añoranza, soles perplejos, agobio en la mirada, resignación en la voz, aroma de provincia en la ropa, bártulos que siguen a su alma parlante.
El libro entero es un kinetoscopio de la añoranza. La justicia a destiempo
para los que nunca la tuvieron. Como un avión literario estelarizando en el cielo la función de los que fueron olvidados.
Jorge Muzam