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En el caluroso mes de febrero decidí viajar a la misteriosa provincia de Albaluz, con el fin de distraerme en sus playas y disfrutar el verano. Fue allí donde, gracias a la red de contactos de mi amigo Esteban Reyes, logré colarme en un simposio de escritores locales y conocer a varios artistas que tuvieron la amabilidad de introducirme en el mundo de la literatura y la música urbana. Asistí a varios eventos culturales donde fui acumulando experiencias y relatos. Todo fue muy fortuito. A decir verdad, mi estado mental no era de los mejores: llevaba cuatro meses de romper con mi pareja, una de las mujeres más significativas de mi vida y con la que creí que pasaría el resto de mis días; mis planes de futuro estaban truncados, llevaba meses cesante, mi abuelo había fallecido recientemente, y, en fin, cargaba con una batería de pensamientos y emociones que me acercaban más y más hacia un pozo sin fondo. Bajo esa fiebre existencial, Albaluz cumplió un rol importante: tuvo la virtud de librarme del letargo y hacerme ver que, para seguir adelante primero debía luchar contra mi inercia y escapar de las redes de lo cotidiano, para luego abrazar lo más profundo del camino que me esperaba, con valentía y sin culpa.