La gente triste no tiene piedad
¿Qué lazo de unión ata a estos cuentos entre sí? Una poderosa corriente parece galopar, subterránea, horadando el interior de estos textos aparentemente nostálgicos, aparentemente calmos. Once cuentos donde lo cotidiano, lo tranquilo, casi idílico, irrumpe al comienzo, tranquilizando, presentando llanuras de vida diaria, domesticada, momentos familiares, suaves, hasta algo previsibles. Rejas de madera, jardines regándose, olores conocidos, casas de barrio.
Y de pronto, en medio de una frase, como tirada en forma casual, aparece el horror en todo su esplendor, en toda su magnitud. El paisaje da paso a la violencia callada, al grito no gritado. Niños que recuerdan adultos inmensos arremetiendo contra ellos, cabezas infantiles que se llenan “de ideas como estalactitas”, como dice la autora, que destruyen toda idea de ternura a su paso. Un cotidiano amable, destruido por el recuerdo sin olvido, el recuerdo verdugo, listo para poner las cosas en su sitio, para eliminar la nostalgia sensiblera de una época, definida por todos como feliz.