Maestros y otros ensayos
Crónica literaria
Hoy en día la función de la crítica que más desafiante me parece, es aquella que la ve como puente entre obra y receptor, entre el libro y el lector. Desafiante por razones como estas: el crítico debe revelar al lector los atractivos del libro, omitiendo no solo uno que se encuentra entre los principales —su desenlace, en la ficción—, sino también evitando precisar el argumento, porque eso sería desanimar la lectura, que deviene algo superflua tras haber leído un resumen. Es decir, hay que atraer lectores al libro que merece leerse, sin “delatar” sus méritos. Y más encima debe hacerse mediante un texto -así de limitado y todo- que debe él mismo ser merecedor de lectura.
En esta selección de las crónicas que he publicado a lo largo de décadas en medios escritos y virtuales, priman los clásicos. Por eso hablo de méritos y no de la otra parte del quehacer crítico: justamente “criticar” en el sentido ácido que del uso corriente: revelar defectos o limitaciones. Pudiendo llegar a ser un deporte delicioso, ametrallar a autores o libros con sentencias mortales –J.R. Jiménez sobre Neruda, “un gran mal poeta”; Borges sobre García Lorca, “andaluz profesional”, o aquel crítico francés que con tanta agudeza define a Voltaire como “Un caos de ideas claras”-, algunos críticos se preguntan con razón si realmente vale la pena comentar libros malos: habiendo tanto libro bueno que reclama difundirse, perder tiempo prestando atención a un título para demostrar precisamente que no merece que se le preste atención…