Cuentos de la Yayita
Me han preguntado y me pregunté, muchas veces, qué es eso tan diferente que sienten los abuelos.
A un año de que mi Tomasito anclara su pequeño bergantín en mi vida, todavía no logré precisar cuántas miradas suyas reflejaron las mías, cuán marinera inexperta fui de su capitanía o cuántas veces fui capaz de observar el mundo a través de sus ojos.
Ahora, con tres nietos, puedo definir algunos de mis temores. Cuando están a mi cuidado, temo no ser lo suficientemente entretenida como para que conozcan el aburrimiento por vía de su abuela. He querido ser cantante, saltimbanqui, organillero, mono bailarín, loro incesante. Pero también quiero ser ternura balbuceante, canto mesurado, quietud musical, momento eterno de sola compañía, silencio cercano, beso infinito, mano tierna, mirada dulce.
Algunos pensamientos son, a ratos, horribles: y si se me caen, se queman, me los roban, me los arrebatan y no puedo entregarlos a sus padres a salvo. Ni recuerdo haber sentido esos temores con mis propios hijos. Tal vez los sentí. O los sintieron mis padres con sus nietos.
Quise y quiero enseñarles todo lo que sé. Entonces canto, bailo, recito, soy eco de todo sonido en la calle, soy caballito, soy alfombra, soy ojo, nariz y boca para sus manitos curiosas. Soy su “Yayita” y esa palabra me suena a canto y vuelo de golondrinas.